La visita del Papa Francisco a México, en febrero de 2016, estuvo cargada de gestos, mensajes y confrontaciones.
Entre multitudes emocionadas, gestos de ternura y también varios regaños, el pontífice argentino dejó huella en un país herido, pero lleno de fe.
Su llegada no fue solo un evento religioso: fue un llamado de atención. Reprendió con firmeza a la jerarquía eclesiástica por su desconexión con el pueblo, exigiéndoles cercanía, humildad y coherencia.
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Todo inició la tarde del 12 de febrero. El Papa aterrizó en el Hangar Presidencial, donde lo esperaban el entonces presidente Enrique Peña Nieto, su esposa Angélica Rivera, el nuncio apostólico Christophe Pierre y el cardenal Norberto Rivera. Aunque el recibimiento fue solemne y cargado de protocolo, lo que flotaba en el aire era una mezcla de expectativa y emoción: México volvía a recibir al líder espiritual de más de mil millones de católicos en el mundo.

Minutos después, ya instalado en el papamóvil, Francisco recorrió unos 20 kilómetros hasta la Nunciatura Apostólica, en la alcaldía Benito Juárez. A lo largo del trayecto, alrededor de 300 mil personas, según datos oficiales de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, se volcaron a las calles para saludarlo. Algunos agitaban banderas, otros levantaban rosarios o celulares, mientras no faltaban quienes lo recibían entre lágrimas, cantos y plegarias.
El sábado 13 de febrero llegó uno de los momentos más simbólicos: por primera vez en la historia, un Papa cruzó las puertas de Palacio Nacional. Lo hizo como jefe de Estado del Vaticano, pero también como un pastor con un mensaje directo.
En su discurso frente a las autoridades mexicanas, Francisco no se anduvo con rodeos: “Cuando se privilegia el beneficio de unos cuantos, el tejido social se descompone y se abre paso a la corrupción y la violencia”, advirtió con voz pausada, pero con una claridad que incomodó a más de uno.
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Después, en su visita a la Catedral Metropolitana, el líder religioso se dirigió a la jerarquía eclesiástica. Les dijo: “Si tienen que pelear, peléense”.
Ante las versiones sobre la división interna de la Iglesia mexicana, el Papa aprovechó su discurso para decirles: “No se necesitan príncipes, sino una comunidad de testigos del Señor”. Abogó por una Iglesia transparente, donde no se pierda el tiempo en “habladurías e intrigas”, ni se dejen “corromper por el materialismo trivial”.
Durante cinco días, Francisco recorrió puntos clave del país: el Estado de México, Michoacán, Chiapas y Chihuahua. En cada parada, dejó gestos poderosos. En San Cristóbal de las Casas, pidió perdón a los pueblos indígenas por siglos de exclusión y autorizó oficialmente el uso de lenguas originarias en las ceremonias religiosas.
Cabe recordar que, en su visita, hasta una feligresa emocionada recibió lo suyo. El peculiar momento ocurrió el 14 de febrero en Morelia, Michoacán, durante un encuentro con jóvenes en el estadio José María Morelos y Pavón.

Luego de dirigir un mensaje sobre la esperanza y el papel de la juventud frente a la violencia. Francisco se acercó a saludar a los asistentes. Fue entonces cuando, en medio de la emoción, una mujer lo jaló con fuerza del brazo para tener al Sumo Pontífice más cerca. Entonces, el Papa, visiblemente molesto, le dijo en español: “¡No seas egoísta!”.
Recordando que su papel no era posar, sino pastorear. Así era él: directo e incómodo cuando hacía falta.
Por otra parte, en Ciudad Juárez, celebró una misa a pocos metros de la frontera con Estados Unidos, a los pies de una cruz blanca, donde oró por los migrantes desaparecidos y las víctimas de la injusticia.
La visita de Francisco a México fue una gira pastoral, sí, pero también un acto de denuncia y consuelo. No vino a ofrecer espectáculo, vino a sacudir conciencias.