En mis múltiples viajes e investigaciones vinculadas al fenómeno OVNI, lo sobrenatural y los grandes enigmas del mundo, había escuchado repetidamente sobre un pequeño caserío al sur del Perú que albergaba uno de los relatos más singulares de brujería viva en América Latina. Se trataba de Cachiche, un lugar donde las historias no están sepultadas en el pasado, sino que aún caminan entre la gente, entre sus calles polvorientas y árboles retorcidos por el viento del desierto. Fue gracias a las constantes sugerencias de los yohaneros —seguidores que comparten mi interés por lo insólito— que finalmente decidí emprender el viaje. Lo que descubrí en Cachiche no fue un simple mito popular, sino un universo oculto donde la magia ancestral todavía respira, donde la figura de la bruja no representa oscuridad, sino sabiduría, protección y conexión con lo sagrado.
Cachiche es un caserío que se remonta al siglo XVII y cuyo nombre deriva del quechua kachi, que significa “sal”. Fue en esta tierra salina, rodeada de huarangos y dunas, donde mujeres perseguidas durante la época colonial encontraron refugio. No eran mujeres comunes: practicaban la herbolaria, la astrología, la curación energética, la comunicación con entidades invisibles. En otras palabras, eran sabias que en muchos otros rincones del mundo habrían sido condenadas como brujas y llevadas a la hoguera. Pero en Cachiche, fueron aceptadas, protegidas y veneradas.
Entre las figuras legendarias de Cachiche destaca una mujer que logró trascender el tiempo: Julia Hernández Pecho. Nacida en 1892, desde muy joven demostró un don poco común: podía sanar con plantas, lanzar conjuros, proteger en el desierto, e incluso predecir sucesos con asombrosa exactitud. Su fama se extendió rápidamente por Ica, Lima y otras regiones, y muchas personas —tanto locales como extranjeras— la buscaban por orientación espiritual o para sanar males que la medicina convencional no comprendía.
Pero como suele ocurrir con los seres adelantados a su época, Julia también fue incomprendida. Sus últimos años los vivió recluida en un hospital psiquiátrico en Lima, lejos de su tierra, posiblemente víctima del miedo y la ignorancia de quienes no podían comprender su sabiduría. Falleció en 1988. Sin embargo, su espíritu sigue vivo. Hoy, Julia es considerada la protectora espiritual de Cachiche, y su legado ha ganado fuerza con el paso del tiempo.
Una de sus advertencias más recordadas fue sobre un elemento natural muy particular: la palmera de las siete cabezas. Julia había advertido que, si esa palmera era destruida, Ica sufriría una catástrofe. Pocos creyeron en su profecía… hasta que se cumplió.
Este extraño árbol no es una palmera cualquiera. Presenta una anomalía botánica: siete troncos que emergen de una misma base, como si siete seres compartieran un mismo corazón. Para los habitantes de Cachiche, cada cabeza representa a una bruja ancestral, y el conjunto simboliza el equilibrio espiritual que protege tanto al caserío como a la ciudad de Ica.
Julia había sido clara: si alguien se atrevía a cortar las siete cabezas, una tragedia azotaría la región. Con el paso de los años, autoridades decidieron talar una de las cabezas para ampliar la zona. Fue un error. En 1998, tras este acto, una fuerte e inesperada inundación golpeó la ciudad de Ica —algo impensable en una zona desértica. Para muchos, esa fue la confirmación de la profecía de Julia y de que las fuerzas invisibles todavía vigilaban desde las sombras.
Hoy, la palmera es protegida con celo. Nadie se atreve a tocarla. Su aspecto torcido, casi sobrenatural, impone respeto entre los visitantes. Representa no solo una leyenda, sino la presencia viva del pacto entre la tierra y las sabias de Cachiche.