En el Centro Histórico de la CDMX vivimos, , la misma historia: grupos pequeños, siempre inconformes con algo —y muchas veces con todo— deciden que su causa merece paralizar la vida de cientos de miles de personas. Lo hacen bloqueando calles, avenidas y accesos estratégicos, sin importar el caos que provocan.

El problema no es el derecho a manifestarse, ese es incuestionable en una democracia. El problema es la distorsión de ese derecho, cuando se convierte en excusa para violar el de los demás: atender una emergencia.

Es un abuso que castiga por igual a comerciantes, turistas, vecinos y a todo aquel que intente

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Más indignante aún es el uso de menores como parte de estas movilizaciones. Ver a niños expuestos a horas bajo el sol, al riesgo del tráfico o a la confrontación con la autoridad, es inaceptable y debería ser sancionado.

La permisividad de las autoridades frente a estos actos es otra parte del problema. Al no intervenir con firmeza, se envía el mensaje de que cualquier grupo, por pequeño que sea, puede secuestrar las calles del Centro Histórico.

Mientras, la actividad económica del Centro Histórico —ya golpeada por inseguridad, informalidad y falta de mantenimiento— sufre pérdidas que nadie compensa. La Ciudad de México necesita una política clara: defender el derecho a la protesta, sí, pero sin que implique el secuestro de la ciudad y el Centro Histórico y mucho menos el uso de menores como escudos humanos para chantajear.

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