Sobre ello, tengo presente una tarde en la que hubo pocas nubes en el horizonte y el sol ya cerca del ocaso brillaba con esa rara humildad que le caracteriza cuando está por marcharse del día y suele ir adquiriendo esa tonalidad rojiza y naranja que ilumina el cielo y sube el nivel de las emociones de quien se da la oportunidad de observarlo.
El cielo a su vez manifestaba un azul intenso que se extendía a lo largo del occidente, regalando unos minutos muy especiales, como preludio de una noche clara y estrellada, mientras tanto, comenzó a desdibujarse entre árboles y maleza en la vista que teníamos un pequeño grupo de amigos que fuimos a tomar fotografía en un rancho cinegético en la Sierra Fría, en el estado de Aguascalientes, en un tiempo cuando no había tanta inseguridad.
Eran los primeros años de hacer viajes junto a quienes nos apasiona la fotografía y yo estaba en mis inicios con la cámara digital. Ese claro atardecer nos invitó a desvelarnos por la noche, pues salimos de la cabaña donde nos hospedamos para observar la bóveda celeste que, en medio de la oscuridad total, nos transportó de una manera insospechada mucho muy lejos de donde nos encontrábamos.
En el grupo, había quien llevó un telescopio y con mucha paciencia y con equipo adecuado, se dedicó varias horas a tomar imágenes en la lejanía de ese cielo en esa noche de luna nueva.
Acompañados todos de un buen café, los demás nos dedicamos a observar en aquella espectacular escenografía. Nos permitió descubrir la Vía Láctea y, junto con otros conjuntos celestes, uno a uno los planetas visibles en esa línea imaginaria que corre del oriente al poniente.
Poco a poco fuimos trazando algunas de las constelaciones y después de un rato de comentar sobre las mismas, hubo un periodo de silencio en el cual probablemente surgieron en el interio