Víctor lleva más de 30 años en prisión. A sus espaldas carga una sentencia de 226 años, acusado de cinco secuestros y delincuencia organizada.

Pero cuando habla hoy, lo hace con un deseo claro: que Dios le dé las palabras correctas para dejar un testimonio que prevenga a otros. “Me preocupa la gente que está tomando malas decisiones en este momento, como yo lo hice”, dice.

Su vida no empezó en la oscuridad. Hijo de un chofer y una ama de casa, creció en un hogar amoroso junto a seis hermanos. Se describe como alguien que tuvo “padres buenos” y una infancia bonita.

Desde los 12 años trabajó: en Sabritas, como vendedor de cerveza, en distintos oficios. Se casó, tuvo tres hijos y una vida aparentemente estable. Pero en la preparatoria, un amigo lo llevó a la Ciudad de México a recoger un coche, y ahí conoció a Daniel Arizmendi, “El Mochaorejas”. Ese encuentro marcaría el resto de su vida.

La historia de Victor, su vínculo con "El Mocha orejas" destruyó la vida que tenía
Imagen: Youtube
La historia de Victor, su vínculo con "El Mocha orejas" destruyó la vida que tenía Imagen: Youtube

Mal inicio

Víctor comenzó comprando coches robados. Reconoce que lo hizo por imitación, porque “no tenía personalidad” y buscaba aparentar. “Caí en la situación de imitar a la gente”, admite.

A la par, la música de los noventa, las “pacas de a kilo” y la exaltación del narcotráfico lo empujaban hacia la fascinación por un mundo sin ley.

Poco a poco perdió el sentido de la vida y terminó insistiendo en trabajar con Arizmendi. “Me daba miedo, sabía que no estaba bien, pero lo hacía”, recuerda.

Su papel dentro de la organización fue, según él, menor: llevar coches, hacer mandados, manejar. No levantaba ni cobraba rescates. Pero su cercanía con Daniel lo arrastró.

“Mi participación fue mínima”, insiste, aunque la justicia lo sentenció como pieza clave. De hecho, dice que ninguna víctima lo señaló directamente. Aun así, lo condenaron con una etiqueta que, reconoce, ha alcanzado y lastimado también a su familia.

Víctor guarda sentimientos encontrados hacia Arizmendi. Lo describe como un hombre con don de liderazgo, sincero y recto, capaz de negociar secuestros como si vendiera un coche. “Le tengo aprecio todavía, porque con él aprendí el valor de la verdad y la lealtad”, confiesa.

Daniel Arizmendi tenía ese don, era una persona muy querida y que se le podía respetar, porque él te respetaba. Se ganaba el afecto y tenía ese liderazgo nato. Sus palabras eran sinceras”.

Pero también recuerda el miedo: cuando se enteró de que la banda ya no robaba bancos, sino que secuestraba, sintió que no había salida.

El alcoholismo lo consumió mientras intentaba acallar su remordimiento. El 20 de junio de 1996 fue el principio del fin. Víctor acudió a una discoteca por petición de Daniel y quedó atrapado en medio de un operativo. Usó a la víctima como escudo, convencido de que la policía iba a entrar disparando.

En segundos, soltó el arma y al secuestrado, pero ya era tarde: fue detenido y acusado como “superpolicía” o “supersecuestrador”. Desde entonces, nunca volvió a ver la calle, salvo hace poco, al salir escoltado para atenderse un cáncer invasor que amenaza su vida.

A lo largo de tres décadas en prisión, Víctor ha aprendido a perdonar, a tolerar y a resignificar el dolor. Dice que la cárcel lo ha obligado a crecer una y otra vez.

Se refugia en la fe y en el cariño de sus hijos y nietos, con quienes mantiene una relación sólida. “El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional”, reflexiona.

Hoy, su mensaje es para los jóvenes: que piensen bien sus decisiones, que el dinero fácil y la juventud son una combinación peligrosa, que las malas amistades pueden destruirlo todo. “En la vida la siembra es libre, pero la cosecha es abundante”, repite, con la esperanza de que sus palabras eviten que otros repitan su destino.

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