De niño le decían Pepito. Creció en una familia amorosa, trabajadora, con valores y estabilidad. Su ejemplo siempre fue su padre: un hombre que nunca levantó la voz ni ejerció violencia. Desde los siete años jugó futbol y practicó box, pero decidió dedicarse al balón.
A los 12, ya vestía la camiseta de las Águilas y más tarde jugó en La Piedad, Michoacán. Soñaba con ser futbolista profesional.
Ese sueño empezó a quebrarse cuando, a los 18, embarazó a Esmeralda durante unas vacaciones en la Ciudad de México. Sus padres lo apoyaron, pero la familia de ella no lo aceptó. La paternidad lo tomó desprevenido y pronto vinieron tensiones y distancias.
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Su vida, que hasta entonces parecía clara, comenzó a desviarse.
Pepe asegura que en su juventud no tomaba ni fumaba. Pero después de dejar el futbol y con la presión de sostener una familia, se acercó al alcohol y la cocaína. Ese consumo lo arrastró a ambientes violentos.
Para mantener a los suyos, empezó a robar. No eran pequeños hurtos: con sus amigos armó una banda de robo a cuentahabientes y al transporte de carga. Durante más de una década vivió del delito.
“No me volví delincuente, no un raterillo cualquiera”, dice con crudeza. Lo atraparon cuando planeaba un asalto que incluía asesinar a la víctima.
“Yo iba a acabar aquí de una u otra forma”, confiesa. Para entonces, ya no veía a sus hijos. Hoy tiene cinco, de distintas parejas, pero no convive con ninguno.
Reconoce que fue un hombre tóxico, marcado por la frustración, la droga y la violencia. “Cuando te quieres portar bien, la vida te castiga por todo lo que hiciste”.
Lleva 13 años en prisión. Dentro, encontró en el deporte, el teatro y la carpintería una forma de resistir y reconstruirse.
Participa en actividades culturales y deportivas, trabaja con disciplina y dice haber descubierto en el encierro un sentido distinto de la palabra que más le gusta: libertad. “Aun estando aquí soy libre de pensar, decidir y hacer”.
De la patada. Sus relaciones sentimentales han sido un torbellino. Esmeralda, Nayeli, Diana. Hijos que lo odian, parejas que lo abandonaron, familias que le cerraron la puerta.
Su historia personal se repite en círculos de abandono, violencia y error. Pepe lo asume con franqueza: “Acepto que me portaba mal. Perjudiqué a mucha gente”.
Sin embargo, también ha encontrado espacios de aprendizaje. “Aquí la resocialización es si quieres”, afirma.
Se adentró en el teatro sin saber nada y terminó encontrando un refugio. La carpintería le dio oficio. Los equipos deportivos lo han mantenido en movimiento. Su pareja actual y el hijo de ella representan para él una nueva oportunidad de ejercer la paternidad con ejemplo, no con ausencia.
Pepe no es ingenuo: sabe que el pasado lo persigue y que sus hijos lo rechazan.
Pero insiste en que aprendió a amar y a respetar, aunque tarde. Habla de libertad con una mezcla de ironía y esperanza, consciente de que ese concepto, que perdió en la calle, lo está redescubriendo tras las rejas.