En los oscuros caminos rurales de Carolina del Sur, donde la neblina cubre los campos al anochecer, surgió una figura que con el tiempo sería recordada como uno de los asesinos seriales más temidos de Estados Unidos. Su nombre era Donald Henry Gaskins, aunque el mundo lo conocería como “Pee Wee”, un apodo que contrastaba con la brutalidad de sus crímenes.

Nació en 1933, en una familia marcada por la pobreza y el abandono. De estatura baja y apariencia frágil, parecía poco intimidante, pero su infancia estuvo cargada de abusos y violencia. A los 11 años abandonó la escuela y comenzó un camino delictivo que, años después, lo transformaría en una de las mentes más siniestras del sur estadounidense.

Durante las décadas de 1960 y 1970, Pee Wee inició lo que él llamaba sus “asesinatos serios”: ataques aleatorios a desconocidos en carreteras, a quienes secuestraba y mataba con una crueldad inimaginable. También cometía los llamados “asesinatos personales”, dirigidos a personas cercanas, motivados por venganza o conveniencia. Su sadismo lo llevó a métodos escalofriantes: ahogamientos, apuñalamientos, disparos y hasta confesiones de canibalismo, aunque no todas fueron confirmadas por las autoridades.

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El misterio sobre el número exacto de víctimas sigue abierto. Gaskins confesó haber asesinado a más de 100 personas, aunque oficialmente se le atribuyen entre 14 y 16 crímenes comprobados. Sus relatos, recogidos en el libro Final Truth, estremecieron a investigadores y lectores por igual.

La caída de Pee Wee llegó en 1975, cuando la policía halló restos humanos en su propiedad. Tras un juicio que reveló sus horrores ocultos, fue sentenciado a la pena de muerte. Sin embargo, en prisión volvió a matar, fabricando un explosivo artesanal con el que acabó con la vida de otro recluso, asegurando así su destino final.

El 6 de septiembre de 1991, Donald Henry “Pee Wee” Gaskins fue ejecutado en la silla eléctrica de la Penitenciaría Central de Carolina del Sur. Tenía 58 años y dejó tras de sí un legado de miedo, misterio y muerte.

Hoy, su nombre sigue apareciendo en los archivos más oscuros de la criminología, como un recordatorio de que incluso las figuras más pequeñas pueden esconder los monstruos más aterradores.

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