Pablo ha pasado los últimos 20 años en prisión. Fue sentenciado a 23 por homicidio. “Falta poquito, pero es lo que más pesa”, dice con una mezcla de resignación y esperanza. del penal de Oriente a la Ciudad de México, donde lleva apenas cinco meses.

Aquí trabaja como comisionado en la brigada de protección civil. Su labor consiste en apoyar a personas privadas de la libertad en situación de vulnerabilidad: ayuda a cortar, poner sondas, brindar asistencia básica. Es querido en su módulo. Le dicen “Pablito”.

Pero Pablo no es . Desde los 15 años fue diagnosticado con esquizofrenia paranoide. Lo que para otros era un trastorno, para él eran experiencias reales. “Escuchaba voces, veía cosas que los demás no veían. Para mí era lo mismo que ver a una persona de carne y hueso”. Al principio, lo tomaban por alguien excéntrico o problemático. Luego vino el diagnóstico y la medicación. Durante un tiempo, logró mantenerse estable. Sin embargo, a los 19 años sufrió un accidente: un golpe en la cabeza que, según él, agudizó su condición.

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Ya adulto, Pablo llegó a la Ciudad de México buscando una nueva vida. Consiguió trabajo en un estacionamiento, pero duró poco. Un día se quedó solo con un compañero de trabajo que, según cuenta, lo hostigaba y maltrataba constantemente. “Le dije: ‘no me toques porque no respondo’”. La situación escaló. Hubo un enfrentamiento. Pablo dice que perdió la conciencia y, cuando volvió en sí, su compañero ya estaba muerto. Fue a palazos.

El miedo y el desconcierto lo llevaron a esconder el cuerpo en un depósito de basura. Limpió el área, lavó un coche cercano e inventó una historia: que su compañero había salido. Pero los peritajes posteriores encontraron una cobija que coincidía con una hallada en el cuerpo. Cuando fue interrogado por la policía, Pablo no dudó: “Yo lo maté, espósenme”. Nunca negó su responsabilidad. “Lo malo se paga hoy o se paga mañana”.

En prisión, Pablo encontró un espacio donde canalizar su tiempo y habilidades. Lleva 17 años comisionado. Tiene buena relación con muchos internos, aunque no recibe visitas. La última vez que vio a sus padres fue hace cinco años. Habla con ellos por teléfono casi a diario, pero sus hermanos se han mantenido al margen. “Dicen que es mi asunto”.

La cárcel le ha enseñado a valorar. Su rutina gira en torno a su trabajo, sus consultas mensuales y su tratamiento psiquiátrico. A veces recibe propinas por su ayuda. A veces, solo las gracias. Ambas cosas le bastan.

Cuando recupere su libertad, quiere trabajar en el negocio familiar: la crianza y venta de cerdos. Sabe que afuera lo esperan miradas duras, prejuicios y el peso del pasado. “Vine a conocer la ciudad, y sí la conocí... pero fue el Oriente”. Lo dice con humor seco, como quien aprendió a sobrevivir donde otros se pierden.

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