Óscar nació en el norte del país, en un contexto donde la pobreza extrema no daba tregua. , empezó a trabajar en un plantío de marihuana.

No era por elección ni por ambición: era la única forma de llevar algo de comida a casa. Creció entre cultivos controlados por el narco, regando, cuidando y fertilizando las plantas que no entendía del todo, pero que asumía como parte de su realidad.

Ahora, y ha pasado 20 de ellos en prisión. Óscar tuvo dos madres: la que lo trajo al mundo y la que lo crió. Su madre biológica murió de cáncer. Él vivía con medios hermanos y abuelos que, al ver cómo se iba involucrando en el crimen organizado, eligieron hacerse a un lado. Su historia familiar es compleja, marcada por la violencia, el desarraigo y la pérdida.

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Su mamá adoptiva murió durante el llamado “Culiacanazo”, en un operativo militar que dejó múltiples muertos. Desde entonces, Óscar solo piensa en regresar a ver esas tierras, a rendir homenaje a lo poco que le queda de su origen.

Su juventud transcurrió entre fugas, traslados y detenciones. A los 14 años ya había sido detenido por robo a banco. Nunca usaron violencia contra las personas, dice; iban directo a las cajas, como una operación “limpia”.

Vivió en Naucalpan, en Toluca, en Tijuana. Vendió droga, participó en asaltos, vivió la adrenalina del dinero fácil. “El dinero malhabido se acaba rápido, en cambio el otro tienes que trabajarlo todos los días para ganarlo”, reflexiona desde el penal. “Antes el narco era mi familia. Hoy es guerra”, dice, y con esa frase muestra su itinerario de vida desde que cuidaba plantíos de marihuana siendo niño.

A los siete u ocho años, en lugar de jugar, regaba y fumigaba cultivos ilegales.El pago lo entregaba en casa para que hubiera algo que comer. Su familia, como él la describe, no se limitaba a los lazos de sangre: era una red de trabajo ilícito que se comportaba como una comunidad cerrada.

Estuvo preso en cárceles como el Oriente, Topo Chico, Matamoros, Altiplano, Santa Martha y hasta las Islas Marías.

Lugares que describe como territorios de guerra interna, donde la vida no vale nada y “uno tiene que dormir con el fierro en la mano”. En Perote y Matamoros vivió lo peor.

Fue testigo del conflicto entre Zetas y el Cártel del Golfo. Topo Chico, dice, era un panteón: muchos murieron y fueron enterrados ahí mismo.

En 2003, tras una liberación, intentó rehacer su vida. Consiguió trabajo en una fábrica, pero el estigma y la falta de apoyo lo arrastraron de nuevo al sistema. “Muy bonito, pero demasiado hermoso para ser verdad… me duró muy poquito el gusto”, recuerda.Le gustaba el sueldo regular, el uso de herramientas en lugar de armas, pero no pudo mantenerse ahí. Los amigos lo regresaron a la delincuencia. Su expareja lo abandonó, diciéndole que no quería seguir vinculada a una familia “loca”, tras la muerte de su madre.

La calle le ofrecía adrenalina y reconocimiento; la vida legal, trabajo duro y poco resultado.

Ahora está a punto de salir. Lo dice con calma, con una mezcla de esperanza y cansancio. “Ya no quiero pisar la cárcel. Aquí vine a padecer, aquí me quedé solo”.Lo único que quiere es volver a su tierra, mirar de frente las consecuencias de una vida marcada por la marginación, y cerrar un ciclo que empezó cuando era apenas un niño obligado a sobrevivir en un mundo que nunca le dio opciones.

Su plan inmediato es regresar a Sinaloa para reclamar las tierras heredadas de su madre. Sabe que eso lo pondrá frente a sus rivales. “Yo no voy a eso, pero si eso quieren, pues eso va a pasar. Aunque ya no quiera, la vida me vuelve a poner ahí mismo”, dice Óscar, que aunque ha intentado tomar otro camino, las circunstancias lo llevan de vuelta al mismo punto.

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