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Todo comenzó con un joven carismático en Miami, un niño de rostro angelical criado entre santos, velas negras y calderos humeantes. Su nombre era Adolfo de Jesús Constanzo, y desde pequeño aprendió que el dolor podía ser sagrado, que la sangre abría puertas, y que el miedo… era poder.
Pero nadie, ni su madre, una santera cubana obsesionada con el ocultismo, imaginó que ese mismo niño crecería para convertirse en uno de los asesinos más perturbadores de la historia criminal de México: el llamado Narcosatánico.
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El nacimiento del brujo
Corría la década de 1980. Constanzo ya no era un niño, sino un hombre elegante, encantador, con mirada penetrante y una fe inquebrantable en sus propios poderes. A los ojos de sus seguidores, era un dios menor. Para sus clientes, un brujo imbatible capaz de proteger cargamentos de droga, leer el destino en los huesos de animales, e invocar la muerte a cambio de sacrificios.
Constanzo no ofrecía suerte, ofrecía garantías. No vendía promesas, vendía inmunidad. Lo buscaron policías corruptos, narcos desesperados, y hasta empresarios ávidos de control. Su reputación como santero y “padrino” de Palo Mayombe creció con cada ritual, con cada ofrenda sangrienta, con cada cadáver enterrado en silencio.
Y fue en Matamoros, Tamaulipas, donde su culto tomó una forma más oscura. Allí encontró el terreno perfecto para sembrar el miedo. Convirtió una finca en Santa Elena en su santuario. No estaba solo: su amante, Sara Aldrete, una estudiante universitaria de buena familia, se transformó en su “Madrina”. Juntos, crearon un ejército de devotos armados de fe ciega… y machetes afilados.
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La sangre como pacto
A medida que el culto crecía, también lo hacía la violencia. Las ofrendas animales ya no bastaban. Constanzo exigía vida humana. Los rituales eran brutales. Las víctimas, traficantes rivales, informantes, traidores o simples desconocidos; Eran golpeadas, desolladas, mutiladas. Se decía que el “padrino” bebía su sangre mezclada con drogas y restos animales. El caldero sagrado, la nganga, debía alimentarse con sufrimiento.
En su lógica enferma, el terror era protección. Su culto estaba sellado por el dolor.
Durante años, las autoridades no supieron, o no quisieron, ver lo que ocurría. Hasta que el error llegó en forma de un muchacho estadounidense.
El gringo que lo cambió todo
Mark Kilroy tenía 21 años. Era un estudiante de medicina que cruzó la frontera con unos amigos durante las vacaciones de Spring Break. Nunca volvió.
Fue secuestrado en Matamoros por uno de los discípulos de Constanzo. Lo llevaron a la finca. Lo ataron. Lo torturaron. Y lo mataron en un rito macabro. Su cerebro fue hervido en el caldero de la nganga. Su espina dorsal, arrancada.
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Pero esta vez, el monstruo había dejado demasiadas huellas. La desaparición de Kilroy desató una presión diplomática sin precedentes. La policía, forzada por los gritos de los padres y la atención de la prensa, actuó.
Lo que encontraron fue una pesadilla: al menos quince cuerpos enterrados en fosas poco profundas. Todos sacrificados. Todos marcados por la misma violencia ritual.
El final del brujo
Acorralado por las fuerzas del orden, Constanzo huyó a la Ciudad de México, refugiándose en un departamento junto a sus últimos leales. El cerco se cerraba. Sabía que no saldría vivo.
El 6 de mayo de 1989, al escuchar los pasos de la policía en el pasillo, le ordenó a uno de sus seguidores que le disparara en la cabeza. Prefería morir como mártir que ser humillado en una celda.
Y así fue. El “Padrino” cayó junto a uno de sus acompañantes. Su cuerpo, cubierto con una sábana blanca, fue sacado ante decenas de cámaras. Su rostro parecía en paz. Como si hubiera triunfado. Como si el infierno lo hubiera reclamado como hijo predilecto.
Sara Aldrete fue capturada y condenada a más de 600 años de prisión. El culto fue desmantelado, pero el eco de su horror sigue resonando.
Hoy, Adolfo de Jesús Constanzo es uno de los nombres más temidos del crimen mexicano. No solo por sus crímenes, sino por lo que representó: la fusión perfecta entre el narcotráfico, el fanatismo y el sadismo. Un brujo moderno que cambió la cocaína por calaveras, y las armas por rituales.
Su historia no es solo un caso policial. Es una advertencia eterna: el verdadero mal no necesita cuernos ni tridente. A veces viste de blanco, habla con dulzura… y pide que reces antes de matarte.