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Julio, conocido como “El Gato” por el color claro de sus ojos, lleva más de 14 años privado de su libertad. Cumple una sentencia de 26 años y medio por secuestro exprés, aunque él insiste en que ese no fue su delito. Asegura que fue un robo rápido, sin armas, sin intención de privar a nadie de su libertad. “Fue cuestión de minutos, yo solo quería moverme para descargar”, dice.
Nació en una familia grande, de siete hermanos, todos con trabajos estables. Él también tuvo oportunidades, terminó el tercer semestre de contabilidad y trabajó en varias buenas empresas. Se casó a los 19, con una esposa que ya esperaba a su primer hijo. Pero en algún punto, cuando el dinero no alcanzaba y las ganas de “dar más” a su familia se volvieron ansiedad, Julio tomó decisiones que lo llevaron al otro lado de la ley.
Empezó a robar camiones de carga en los altos, sin armas, solo con amenazas y rapidez. Ropa, zapatos, mercancía que se vendía en tianguis a bajo precio para moverse rápido. “Es una mentira ese mundo, no es vida”, reflexiona hoy. Su esposa sabía lo que hacía. No estaba de acuerdo, pero tampoco lo detuvo.
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Lo más duro para él ha sido saber que su deseo de proveer terminó por romper el vínculo más importante: durante 13 años no vio a su hija. La última vez que la vio era apenas una bebé. El reencuentro fue difícil, lleno de temores por el reproche y la distancia.
Julio tuvo un pasado con las adicciones. Fue anexado varias veces, pero la última vez decidió dejarlo por su cuenta. No para él, sino porque entendió el daño que provocaba a quienes más amaba. En prisión, encontró otra forma de reconstruirse: a través del arte, del cuerpo y del escenario. Participó en concursos de canto, fue Jesús en el viacrucis, bailó en interreclusorios. No por escapar de la realidad, sino por conectarse con una parte de él que nunca se había permitido explorar.
En uno de esos eventos, conoció a su actual pareja. Una visitante, madre de otro interno. La sacó a bailar en una actividad. Desde entonces, comenzaron una relación que hoy se mantiene formalizada. El hijo de ella lo respeta, lo busca, lo admira. “Me da culpa porque he vivido cosas con él que con mis propios hijos no”, admite Julio con honestidad.
ABRIÓ LOS OJOS
A sus 50 años, dice que la cárcel le mostró quién era en realidad. “Aquí descubrí que soy bueno para otras cosas, que puedo ser alguien diferente”. Nunca ha tenido problemas dentro del penal. No ha sido castigado. Cree en la buena conducta como forma de agradecer el apoyo y las segundas oportunidades.
Julio no pide que se le absuelva. Solo quiere que se entienda su historia completa. Que, como muchas otras, no empezó en el crimen, sino en el miedo a la escasez y en la ilusión de que el dinero, aunque robado, podía sostener el amor de una familia. Hoy sabe que no es así. Y lo vive, cada día, desde dentro.