es madre de dos hijos, exservidora pública y, hasta hace poco, una mujer que hacía lo posible por construir una vida estable en Chimalhuacán.

Como muchas , dejó la escuela joven para formar una familia. A los 16 años se embarazó, a los 17 ya era madre y, desde entonces, trabajó en lo que encontró: limpieza, obras, apoyo en casa.

Pero cuando sus hijos comenzaron a crecer, tomó una decisión que cambiaría su vida: convertirse en policía. No lo hizo por vocación heroica. Lo hizo por necesidad.

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El uniforme representaba seguridad laboral, acceso a un salario fijo y la posibilidad de apoyar a su mamá y garantizar un techo a sus hijos.

Sabía que el sistema era corrupto, que ser policía implicaba riesgos, especialmente en un lugar como Chimalhuacán. Pero también sabía que, dentro de todo, había formas de mantenerse al margen. “Siempre trabajé por la derecha”, dice.

Un 25 de diciembre, Karen recibió un llamado de auxilio: un hombre, intoxicado y agresivo, estaba golpeando a su madre. Karen y su compañero acudieron al lugar; fue un caso más de violencia intrafamiliar, de esos que saturan los turnos de los policías.

En este caso, los vecinos los guiaron, la hija de la víctima autorizó el ingreso y sus compañeros entraron al domicilio.

Karen se quedó afuera, gestionando la llegada de la ambulancia y hablando con una prima de la víctima que quería denunciar.

El agresor fue detenido y subido a la batea de la patrulla; en el camino a la Fiscalía, Karen fue avisada por uno de sus compañeros que el detenido ya no se movía y le dijo que pidiera una ambulancia.

Más tarde, los paramédicos confirmaron la muerte.

Karen notificó a sus superiores, cumplió los protocolos y se quedó en el lugar con el cuerpo, esperando a los peritos. Horas después, cuando todo parecía estar bajo control, fue detenida.

Primero la acusaron de cohecho, luego, sin haber salido siquiera de la Fiscalía, fue arrestada por homicidio. ¿La razón? Era la primera autoridad en llegar al lugar.

IRREGULARIDADES EN EL CASO

El parte oficial dice que el detenido murió por una perforación en el riñón.

Los peritajes señalan que las lesiones podrían ser previas. Karen afirma que jamás lo tocó. De hecho, nunca entró al domicilio. Testigos vecinos no la identifican como agresora directa.

Sin embargo, fue procesada bajo la figura de homicidio en coautoría, una figura legal ambigua que castiga a todos los involucrados, aunque no se sepa quién dio el golpe fatal.

Karen fue sentenciada a 10 años de prisión. Sus compañeros —quienes sí ingresaron al domicilio— hoy están libres. Ninguno fue procesado. La corporación no hizo nada por ella. Su jefe no la defendió. Su institución la abandonó.

Desde la cárcel, Karen teje artesanías que su madre vende para poder visitarla. Su hija cayó en depresión y dejó los estudios. Su hijo, que también fue padre muy joven, trabaja en los camiones vendiendo botanas.

La vida de Karen y su familia se fracturó. No por un crimen que cometió, sino por un sistema que suele descargar su fuerza sobre quienes tienen menos poder para defenderse.

LA SITUACIÓN ACTUAL DE KAREN

Hoy, Karen espera la resolución de un amparo. Tiene fe en que los magistrados, al revisar su caso a fondo, verán lo que a ella le parece evidente: no mató a nadie.

Fue una policía que respondió a un auxilio, que cumplió su deber y que terminó presa por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, bajo una lógica institucional que prefiere culpar antes que corregir.

Su historia no es única. Es el retrato de un sistema punitivo que muchas veces castiga desde abajo, dejando libres a los verdaderos responsables.

Karen merece justicia. Y su historia merece ser contada.

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