Catalina tenía 21 años cuando tomó una decisión que marcaría su vida para siempre: dejar su hogar en Nayarit, su familia, su rutina y su tranquilidad, para irse con un hombre. Se conocieron intercambiaron unas cuantas palabras y él le dijo: “Voy por ti”.

Días después, apareció en su pueblo, y sin mayor explicación ni preparación,

En ese momento, lo llamó amor. Hoy, lo reconoce como un acto impulsivo que la arrastró a años de violencia, manipulación y encierro. Catalina nació y creció en , un pueblo tranquilo donde todos se conocían y las calles se caminaban con confianza. Su familia era humilde, pero unida. Le enseñaron a estudiar, a trabajar y a respetarse. Nada en su infancia le preparó para lo que vendría.

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Cuando llegó a la Ciudad de México con Alejandro —el hombre con quien había compartido cartas— comenzó una vida completamente distinta a la que imaginaba. Desde el principio, todo fue confusión.

Antes de llegar con él, Catalina fue dejada en una pensión. Ahí, su cuñada le dijo que Alejandro “tenía que arreglar unas cosas”.

Lo que no le dijeron es que esas “cosas” incluían sacar a la madre de su hija de la casa donde aún convivían. Catalina fue llevada a ese mismo lugar, sin saber que estaba entrando a una vida compartida con una expareja, una niña y un hombre que controlaba cada movimiento.

Pronto, la relación se volvió una prisión. Alejandro decidía cuándo salía, a quién veía, qué debía hacer y qué no. La llenaba de miedo con amenazas constantes. “Si te vas, te voy a quitar a tu hijo. Te voy a buscar. Te va a ir peor”, le repetía.

Catalina aprendió a sobrevivir en silencio, callando también cuando presenciaba el maltrato a la hija de Alejandro. Se convirtió en madre, esposa, cuidadora… y en cómplice involuntaria del miedo. Catalina intentó huir. Llegó a la central de autobuses con su hijo en brazos, decidida a regresar a su pueblo. Pero el miedo la alcanzó antes que el camión.

Volvió porque su suegro le pidió que pensara en el niño, porque Alejandro le prometió que cambiaría, porque en el fondo, todavía no se sentía capaz de romper del todo con ese ciclo.

Años después, fue detenida junto con Alejandro. Hoy cumple una sentencia de 55 años por un delito que afirma no haber cometido. Según Catalina, la acusación vino tras un señalamiento directo de una menor, alimentado por rencores acumulados, pero sin sustento real.

No escucharon y juzgaron. La justicia, dice, no escuchó su versión, no investigó su contexto, no le permitió declarar las violencias que vivió durante años. En prisión, Catalina enfrenta otro tipo de encierro: la distancia con sus hijos. Están bajo el cuidado de su cuñada, pero el contacto es intermitente. A veces no le contestan el teléfono. A veces no los dejan visitarla.

Su hija menor apenas sabe quién es. “No sé cómo le expliquen quién soy. Solo quiero verla y que me conozca”, dice con voz firme. Catalina no se asume como víctima perfecta. Reconoce que su error fue callar, no haber dicho ‘NO’ a tiempo, haber dejado que el miedo decidiera por ella.

Pero también dice que estar presa no la hace culpable. Que está pagando una condena por no haber tenido el valor de irse cuando aún podía. Hoy su motor es la libertad, pero no solo por ella.

Lucha por recuperar a sus hijos, por reparar el daño, por demostrar que su silencio no fue complicidad, sino supervivencia. “Aquí aprendí a hablar”, dice. “Y ahora no pienso volver a callar”.

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